Pego aquí una traducción del catalán, hecha por mí, de un texto que me dio a conocer el amigo Hispanorromano. El artículo original en catalán puede encontrarse en el siguiente enlace del blog llamado "el jardí de Klingsor": https://jardideklingsor.wordpress.com/2019/06/29/russia-la-roma-bolxevic/.
El texto trata ciertos aspectos del carácter ruso, y de la relación entre el mismo y el carácter que podríamos llamar occidental o europeo. Me parece un artículo bastante meritorio y razonado, alejado de la mayoría de simplismos y lugares comunes que abundan en el debate político actual. Como tesis principal del mismo, si se me permite el resumen, se sostiene que existe una suerte de trasfondo esencial en el carácter ruso, que marca una diferencia esencial con el mundo occidental, que trasciende el intervalo bolchevique, esto es, ya estaba presente durante el zarismo y sigue estándolo actualmente. Así, por ejemplo, la Revolución Rusa no podría entenderse solamente como una calamidad aislada en la historia de Rusia, sino que ésta toma ciertos elementos del carácter nacional ruso que ya existían durante el zarismo. Sin ser la tesis novedosa en su totalidad, pues ya la hemos discutido algunos aspectos de la misma anteriormente en este foro*, sí lo son, hasta donde mi conocimiento alcanza, varios de los argumentos en los que se sostiene.
*véase, por ejemplo:
Las tesis son avaladas con una envidiable erudición de la que muchos carecemos, lo que, junto con la señalada indudable originalidad que inspira el texto, hacen que se trate de una lectura, a mi juicio, de enorme interés. Habiendo dicho esto, debo añadir también que no comparto necesariamente todos los puntos de vista que ahí se exponen. En particular, el autor parece sostener una especie de europeísmo en el que yo desde luego no creo y que, por tanto, sólo aceptaría muy a regañadientes como mal menor y no con convencimiento ideológico. Tampoco me sumo a las alabanzas deslizadas al Imperio austrohúngaro y al mundo germánico en general. En cualquier caso, estos aspectos no afectarían el núcleo de la tesis del autor.
Tras este preámbulo, he aquí el texto:
CitaLa Rusia de Vladimir Putin es una de las sorpresas geopolíticas del siglo XXI. Tan sorprendente como la eficaz política del Kremlin en Oriente Medio resulta el hecho de que el régimen del antiguo agente soviético se haya convertido en el faro de la derecha populista euroescéptica. Le Pen, Salvini, Orbán y otros nacionalistas revolucionarios vagamente conservadores se encuentran a gusto con la falta de claridad y la promiscuidad ideológica que emanan de la Rusia post-soviética y el tardocomunismo (pensemos en el idilio entre Honecker y Federico el Grande de Prusia). La influencia de personajes como Aleksandr Dugin en el desorden populista de la alt-right es innegable. Incluso conservadores de verdad, como Juan Manuel de Prada, se han referido al carácter del alma rusa, a raíz de la emisión de la serie Chernóbil, como una suerte de bastión de las esencias tradicionales contra fenómenos tan lamentables como la burocracia impersonal, la sociología experimental y el cientificismo. No obstante, la Rusia actual ni es conservadora ni puede servir de referente para Europa.
El antagonismo entre Rusia y Europa empezó cinco siglos antes de la Reforma protestante, al producirse el cisma de Oriente. Moscú no deja de ser la tercera Roma, la legítima sucesora, en términos religiosos y dinásticos, del Imperio bizantino, heredero, a la vez, de la Roma pagana y anticristiana. La aristocracia romano-oriental supuso un retorno a las formas y nociones del paganismo: el dominus et deus de Diocleciano, el primer “califa”, en palabras de Oswald Spengler. Las carnicerías del reformador de Roma recuerdan a la política religiosa del zar Nicolás I, que trató de borrar del Imperio ruso las minorías religiosas, y contrastan con la tolerancia de los emperadores occidentales, que, en tanto que simples fieles de la Iglesia, no impusieron nunca una teocracia a sus súbditos, a quienes tenían que proteger y respetar con indiferencia de la fe que profesaban. La tolerancia religiosa del Imperio austrohúngaro contrasta con el antisemitismo y los pogromos que promovía activamente el aparato estatal zarista.
El surgimiento del bolchevismo, uno de los totalitarismos más violentos de la historia, lejos de una ruptura radical con los dos siglos previos de la historia de Rusia, fue su consecuencia directa. Pedro el Grande, y no Lenin, es el gran revolucionario ruso. Un país que sólo tenía salida al mar durante seis meses a través del puerto ártico de Arcángel, donde las ciudades eran desbarajustes de madera y los nobles, analfabetos consagrados a la caza y a la bebida, devino, en cuestión de décadas, en una de las grandes potencias militares y navales europeas. La aristocracia se civilizó y se afrancesó; no de forma drástica sino progresivamente, como evidencia el diario de viaje de Jacobo Francisco Fitz-James Stuart y Burgh, duque de Liria y Jérica y embajador español en Rusia de 1726 a 1730, en el cual encontramos perlas sobre Pedro II, nieto del Grande, como: “El Czar no puede ver la mar ni los navíos, y ama con pasión la caza; aquí [San Petersburgo] no hay, y en Moscou hay en abundancia; con que nadie duda que una vez ahí, difícilmente volverá acá”. La camarilla de los alemanes bálticos, descendientes de los caballeros teutones, garantizó, sin embargo, la permanencia de Rusia en Europa. Catalina la Grande, no lo olvidemos, era antes de nada princesa de Anhalt-Zerbst.
El idilio de un siglo entre Rusia y Occidente se rompió en 1812. Tolstói lo explica bien en el segundo epílogo de Guerra y Paz: “En 1789 se produce en París un movimiento insurreccional que crece y se extiende hasta plasmarse en la marcha de los pueblos de occidente hacia oriente. [...] En 1812, el movimiento llegó a su límite máximo, Moscú”. La reacción rusa se desató después de la revuelta decembrista, las revoluciones de 1848 y, sobre todo, la derrota en la Guerra de Crimea. El Imperio, que hasta entonces era un miembro activo de la comunidad europea, se desvió hacia Asia. El objetivo no era tan sólo configurar un nuevo espacio imperial, sino también proteger a la sociedad rusa de la influencia occidental; mejor dicho, de la Revolución Francesa. De todos modos, uno de los ideólogos del proyecto, Konstantín Leóntiev, era consciente de que el Imperio ruso llevaba dentro de sí el mal que lo abocaría al Anticristo: “La sociedad rusa, que ya es igualadora en sus costumbres, recorrerá con mayor rapidez que todas las otras sociedades el camino fatal de la confusión. Quién sabe si nosotros, igual que los judíos que dieron a luz inesperadamente al creador de una nueva doctrina, entregaremos súbitamente al mundo el «anticristo», que nacerá de las entrañas de nuestro sistema político, que en primer lugar rechazará toda diferencia de clases y en segundo lugar romperá con todos los principios religiosos”.
Los demonios de Dostoyevski, célebre anti-occidental, son un testimonio excepcional de cómo se iba incubando, en las entrañas de la autocracia religiosa moscovita, el demonio del bolchevismo. Los radicales y los nihilistas rusos de 1860 y 1870, claves en la articulación del Partido Social-Revolucionario —verdadero responsable de la Revolución de 1917—, manifestaban un trasfondo ortodoxo evidente. Isaiah Berlin lo expresó con claridad: “Sus raíces se hunden profundamente en la imaginación religiosa de la humanidad y, por lo tanto, no hay nada de sorprendente en que esta visión secular muestre grandes afinidades con la fe de los Viejos Creyentes rusos, para los cuales el Estado ruso y sus gobernantes, en particular Pedro el Grande, representaban el Imperio de Satanás sobre la tierra”. La Unión Soviética, al menos en sus inicios, sólo fue una evolución lógica del zarismo: se mantuvieron las políticas de rusificación, la Ojrana dio paso al KGB y la pirámide social no cambió de forma: el orden férreo de la clase autocrática bizantina y las llamativas cúpulas del Kremlin, que evocan las de Santa Sofía.
La Rusia de Putin es heredera de la Bizancio cismática y de las palabras de Lucas Notaras: “prefiero ver el turbante musulmán en la ciudad antes que la mitra latina”. Si bien los intereses del Kremlin han derivado lógicamente hacia Oriente Medio y Asia Central, Putin promueve activamente una Europa de taifas incapaz de hacerle frente. El camino de la Europa carolingia, cristiana y romano-germánica pasa necesariamente por el restablecimiento de nuestro orden imperial. Sólo así podremos desenmascarar a los Viduquindo y Bulcsú modernos y arrancarles las bolsas llenas de sólidos refulgentes que los agentes de Putin les han entregado. En caso contrario, quién sabe si los cosacos volverán a abrevar sus caballos en el Sena como en 1814.
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